Érase una vez
una editorial con la que llegué a un acuerdo para escribir un libro y
publicarlo. La respuesta, ante el envío del manuscrito, fue inmediata y
esperanzadora. Había encantado. Todo fueron elogios. Naturalmente quedamos para
firmar el contrato. Clásica cervecería madrileña. Dos Coca-Colas y una
conversación de lo más agradable. El contrato previamente leído por mi parte,
contenía un par de cláusulas que no me hacían sentir muy cómodo. Después de una
conversación sobre nuestras vidas y nuestros futuros pasamos a discutir los
asuntos que me hacían sentir extraño. Una de las cláusulas del contrato
permitía que la editorial publicase el libro con un margen de hasta dos años
desde la firma del contrato. Aquel punto me pareció demasiado amplio. Solicité
restringirlo a seis meses y pedí una explicación sobre qué pasaría si al final
no se publicaba, pues en ese caso el perjuicio lo tendría yo al haber perdido
la posibilidad de publicar con otra editorial.
El momento clave
de la conversación se produjo cuando ante mi requisito la persona me dijo:
“Tienes mi palabra de que en enero se publica“. Mientras lo dijo miró hacia
otro lado, lo cual me hizo, inconscientemente, sospechar que no me estaba diciendo
la verdad. Tal como me temía en el mes de enero no se estaba publicando el
libro. Es más, ni siquiera tenía unas pruebas de impresión Y como era de
esperar ni me habían contactado. Decidí, no obstante, dar una oportunidad al
proceso de publicación y esperé un poco, un par de meses más.
La falta de
contacto siguió en los meses posteriores. Así, hasta que no respondían a mis
correos electrónicos. Posteriormente, decidí llamar. Al tiempo, cosa de un mes,
devolvieron mi llamada. Las “razones” del retraso: la dificultad de la
maquetación. Dificultad de maquetación en un libro que no tiene ni gráficos ni
fotografías. (Algunos piensan que los escritores somos tontos). Me enviaron una
maquetación, defectuosa por cierto, que nunca llegaron a reclamar posteriores
cambios. Ni que decir tiene que por supuesto debido a su escaso interés no le
seguí contestando. Ni por supuesto a nadie que me pregunte le pienso recomendar
esta editorial para publicar.
La reflexión de
esta experiencia es que lo cortés no quita lo valiente, como dice el dicho. Y
que ser demasiado cortés y pensar que a lo mejor piensan que uno es desconfiado
es una completa ineficiencia. Que piensen lo que quieran, pero cúbrete las
espaldas como autor y como empresario de ti mismo.
La solución que
ofrezco, para que no te pase lo que a mí, es sencilla. Si la editorial te dice
“por supuesto tienes mi palabra” y tu no las tienes todas contigo, la técnica
es muy sencilla: “bueno, pues si tengo tu palabra tampoco te importará ponerlo
en el contrato. ¿No?” O “bueno, como lo vais a publicar, no pasa nada si
incluimos una cláusula por la que se me compensa en caso de no publicación
¿No?”. Y si no acceden ni siquiera a negociar o a discutir el asunto… ponlo en
manos de un profesional de la abogacía, a ser posible experto en propiedad
intelectual.
Que no te pase
lo que a mí, que por ser cortés y no desconfiar he perdido más de un año y
medio de lanzamiento de uno de mis trabajos. Que no te pase lo que a mí por no incluir un par de
líneas más o un par de líneas menos en un contrato. Que no te pase lo que a mí que me perdió la cortesía y el
exceso de confianza y con ello un año y medio de publicación para todos. Como decía el filósofo Spinoza: desconfía.
Guillermo Sánchez Prieto |
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